Escrito por Etty Kaufmann Kappari
El otro día mi hija y yo salimos a comprar el pan. En la panadería nos encontramos a Ana, una amiga que hacía meses no veíamos. Ana nos confirmó lo mismo que sentíamos: que estamos cansadas de no poder estar con la gente que queremos, cansadas de lo virtual que no alcanza. Ese encuentro nos recargó, nos devolvió una sonrisa, no solo porque nos alegramos de toparnos con esa amiga antes cercana, sino porque nos hizo ver la importancia de la palabra acompañada de una mirada presente y de una sonrisa en vivo y en directo.
Fatiga por falta de encuentros, de abrazos, de miradas, de risas. Fatiga que se arrastra después de este tiempo sin encuentros. Tiempo que parece detenido.
Basta respirar para que el tiempo pase, escribe Foenkinos en su novela La delicadeza. Ni el tiempo se salva de ir a veces más rápido, otras más lento.
El tiempo va veloz cuando se está en una conversación que más parece un descubrimiento. Rápido, cuando reímos hasta la asfixia, cuando jugamos, cuando encontramos flores en el camino que vamos a compartir con alguien, momentos rápidos, fugaces pero significativos. No suceden todo el tiempo y eso los hace especiales. Esos momentos fugitivos quedan como huella en nuestros corazones porque los hemos compartido con nuestras personas queridas. Hacen una diferencia en la eterna repetición de la vida. Por eso, cuando los recordamos sentimos que volvemos al corazón.
Lo que nos tiene en fatiga no necesariamente es el trabajo o el estudio frente a una pantalla sino esa imposibilidad de encuentro humano que es el que hace la diferencia ante la reiteración de lo mismo.
Pienso en las niñas, los niños y adolescentes que fueron expulsados de su proceso de desarrollo. Que ya cargan demasiados meses sus tristezas, sus ansiedades, sus soledades, sus aburrimientos.
Pero lo que veo es que tienen más trabajos y tareas y lecturas y asignaciones y pantallas en el rincón de la casa desde donde se conectan –quienes tienen esa opción-, pero no veo encuentros, juegos, diversión, descanso, búsqueda, solo inercia.
No solo hemos mandado a nuestra niñez y adolescencia al encierro, además les hemos recargado de información para cumplir programas.
¿Y el encuentro social? ¿Dónde quedó? ¿Cómo lo podemos pensar desde esta situación?
Para quienes somos personas adultas, tal vez nueve meses no es nada y probablemente podamos esperar un año más, aunque nos duela. Pero en la vida de una niña o un niño, de una persona adolescente, este tiempo puede representar el 10, el 20% o hasta 50% de su vida.
La niñez y la adolescencia son una especie de termómetro que puede decirnos qué caminos seguir. Preguntémosles, estoy segura que encontraremos palabras e ideas sabias en ese diálogo que será significativo. Pero, sobre todo, darles la palabra tendrá ese efecto de encuentro, esa huella que nos permitirá ganarle a la inercia y crear momentos para volver al corazón.
Las herramientas tecnológicas están para apoyarnos y facilitarnos esa tarea. Ya que no pueden salir, construyamos espacios para su decir.
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