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No estamos bien

Escrito por Kira Schroeder Leiva


Hay un empuje fuerte en nuestra sociedad hacia proclamar ojalá con voz fuerte y plena de alegría “ya pasó la pandemia, la vida sigue adelante como antes, volvimos a la normalidad”. En alguna parte, todas quisiéramos poder decir eso, pero hay otra parte que lo siente forzado, que sabe que lo que pasó fue muy duro y no se trata solamente del cliché de “pasar la página”. Por lo que vemos en las noticias sobre la violencia que viven las personas jóvenes en los colegios y por lo que veo en mi trabajo con preadolescentes, parece que, al menos ellas con su estallido, muestran la verdad que nos habita en este tiempo postpandemia: que no estamos bien.


Negar lo traumático no es una buena estrategia, podemos andar felices sin mascarillas y más tranquilas si nos hemos podido vacunar, pero el Hospital de Niños está saturado por el aumento de casos de infecciones respiratorias, tuvimos que cerrar las escuelas y circula un fotomontaje con una canción de El Buki de fondo que nos obliga, entre risas, a reconocer la nostalgia por no tener al Dr. Salas a cargo.


A menudo, mis pacientes reportan tristezas, enojos o dolores cuyo origen no pueden ubicar, o no saben por qué se agudizaron o retornaron ciertos síntomas, y yo me encuentro recordándoles que somos sobrevivientes de una pandemia. El malestar en la cultura postpandemia está ahí, en el rincón donde guardamos lo que no queremos ver, y luego nos asusta cuando retorna como un “aparecido” que es tan familiar como difícil de asumir como propio.


Aun así, en este país, la preocupación por la salud mental y la disposición política por hacer algo al respecto, tienen una vida tan corta como la preocupación por el control de armas en Estados Unidos después de un tiroteo en un centro educativo. Colegas y amigas con disposición para la autorreflexión me han dicho: “ahora, siempre pienso en algo trágico que le podría pasar a una hija o un nieto que va solamente de paseo”, “la pandemia me robó las ganas de salir”, “le perdí el gusto a las cosas que me encantaba hacer antes”, y muchas otras reportan síntomas físicos a granel, yo misma he sufrido una crisis de inflamación de un nervio, de la cual me ha tomado un año recuperarme y, aun así, mi cuerpo no se siente como el mismo de antes.


Quizás tendríamos que reconocer que no somos las mismas de antes, que vivimos colectivamente algo muy difícil que contradictoriamente nos dejó muy solas y que negarlo tiene sus consecuencias. Históricamente, hemos construido relatos que nos permiten vivir más o menos alejados de los agujeros en el saber que nos hacen humanas: el origen, la sexualidad y la muerte. Si pensamos en todas las maneras posibles en que podríamos morir al salir de la casa, no saldríamos.


Bueno, eso fue lo que nos pasó en la pandemia, tuvimos por dos años demasiado presente nuestra mortalidad y la de nuestras seres queridas, con el agravante de que para cuidarnos y cuidarles a ellas, nos alejamos. Este sufrimiento prolongado cambió nuestra forma de relacionarnos con las otras, con el afuera, con el futuro, cuestionó nuestra capacidad de buscar soluciones solidarias y equitativas, puso en tensión el lazo social tal y como lo entendíamos hasta entonces. Pasado el alegrón de que “lo peor de la pandemia ya terminó” ha surgido un gran enojo, una gran tristeza, un gran desencanto, que está buscando su salida, vía agresión hacia las semejantes o hacia nosotras mismas a través de síntomas más o menos vistosos.


Lo esperado en nuestra época es seguir trabajando como si nada, para poder consumir, para que la economía se mueva, pero, lo traumático tiene la característica de insistir, de repetir, de doler en algún lado. Para poder reinventar el mundo después de lo que nos pasó, primero hay que intentar apalabrar, sentir, conversar lo vivido y pensarnos cómo eso encaja en nuestra historia singular, familiar, comunitaria. La circulación de la esperanza, del deseo, de la creatividad, necesarias para reconstruir un mundo postpandemia habitable, pasa por reconocer que haber sobrevivido esta crisis de salud significa haber sufrido muchas pérdidas, que se resumen en esa “normalidad” a la que quisiéramos regresar pero que es irrecuperable, es decir, hacer el duelo, doler esa pérdida y hacerlo juntas.


¿Qué perdimos? ¿Cómo cambiamos? ¿Qué nos pasó? Para estar mejor, hay que aceptar que no estamos bien.


Kira Schroeder Leiva

Se dedica al psicoanálisis en San José, Costa Rica


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