Escrito por Etty kaufmann Kappari
Hace años que mi madre tiene el pelo plateado, un par de dedos torcidos por la artritis y su vista disminuida por una condición genética. Su conversación es lúcida, inteligente y fluida; su vocabulario es rico, siempre me sorprende con alguna palabra nueva. Pero, sobre todo, siempre tiene un gesto cariñoso, una mirada tierna.
Mi bella viejita tiene 87 años y vive en Toronto. Desde ahí, el invierno pasado escuchó sobre el Covid-19 por primera vez.
Mi madre, la que me enseñó a andar en bicicleta, a no tenerle miedo al mar, a escoger melocotones en el mercado, a disfrutar una manga de Orotina o un helado de chocolate. Mi madre.
Mi madre, desde su ventana, sigue al intruso invisible llamado Covid-19 que se apodera de las calles, los parques, las escuelas, las bibliotecas, los cines, las universidades, hasta expulsar a la especie humana de su propio mundo.
Desde la ventana tecnológica ve que hay migrantes que caminan 700 kilómetros para volver a sus países bajo el sol; niñeces que sobreviven de migajas; familias que no tienen para pagar la luz o el agua, que no tienen con qué enterrar a sus seres queridos, hombres que se paran en la esquina a pedir, mujeres que se paran en la esquina a pedir.
Mi madre también se pregunta por lo que no aparece en las ventanas. Lo que esconde este encierro y otros encierros que tienen mucho de existir. Se pregunta si las decisiones que toman los gobernantes son las adecuadas, ¿si acaso alguien realmente sabe qué hacer?
Que primero mascarillas no, que después mascarillas sí. Que unos países no hacen nada y otros hacen de todo y los resultados son similares. Que a veces nos sentimos conejillas de indias con las decisiones que otros toman por nosotras.
Ella en Toronto y yo en San José, sin poder saber cuándo nos volveremos a abrazar.
Otro invierno se avecina en el norte, de más encierro, de más ventanas digitales. El Covid-19 va a cumplir un año de haber aparecido y seguimos sin ver la salida, aunque tenemos la certeza de querer volver al abrazo, a las miradas cómplices, a salir a comer un helado de barquillo o ensuciarnos hasta los codos comiendo una manga madura.
Por ahora, desde la ventana virtual, esa mujer de 87 años que me dio la vida y yo, compartimos la sensación de inquietud y la esperanza de volver a abrazarnos.
Tal vez de eso se trata, de seguir comunicándonos, sacar el rato para hablar, para escuchar, para preguntar, para ser hospitalarias con la palabra, aunque sea desde la ventana.
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