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El Titubeo

Etty Kaufmann Kappari


El día que cumplí 61, Eva, David y yo íbamos hacia el cine cuando me preguntaron:

Ma, ¿cómo te sientes?

“Bien. Bien”, solté.


Pero entre el primer “bien” y el segundo “bien” se me escapó un titubeo. ¿Qué fue eso?, pensé. Me quedé un poco aturdida, sin entender qué acababa de ocurrir.

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Entonces, arremetí con fuerza y les dije:


Me siento muy bien, la verdad, muchas gracias.


Mentira. Yo sabía que no era verdad. Bien, como se dice bien, no, aunque tampoco mal. Mi estado no tenía nada que ver con estar bien o mal, eso hubiera sido muy fácil de determinar. El problema fue el titubeo, signo de duda. Pero, ¿duda de qué?


Antes de darme cuenta, el titubeo se había vuelto cada vez más independiente, aparecía cuando le daba la gana. Irrumpía. El día que cumplí 61 fue solo el inicio. Lo que vino después, hubiera dicho mi madre, “no tiene nombre”. Era como un martilleo que iba cincelando mi cabeza hasta hacerle un crack. Un crack chiquitito, imperceptible para mi estilista, que conoce mi cabeza mejor que yo. Para mi, en cambio, era un crack enorme por donde se filtraba la incertidumbre.


Será que un número -el 61 en este caso- ¿ya viene con el virus del titubeo? Puede que sí, no quito ninguna posibilidad.


El crack de ese titubeo no me trajo solo duda e inseguridad. Me llenó la memoria de muchos de los errores cometidos en mi vida. Muchos. Yo sé que no puedo dejar de cometer errores, o de sentirme mal con algunas cosas que me tocan en un lugar sensible, entender que hay cosas inevitables, a veces. Y otras no. No puedo dejar todo eso porque dejaría de ser humana.


Pero ese no era el tema, lo de ser humana. Más bien, de pronto, cumplir 61 me puso en una condición única en la vida: ¿ya casi no queda tiempo?, pensé (aunque una no sabe cuándo se va a morir). Algo cierto hubo en la aparición y contundencia del cumpleaños, y del titubeo (como podría ser la contundencia de un error, de un olvido, de una repetición o de una idea fija).


El titubeo me recordó aquellas veces en que juré que algo era como yo decía y me equivoqué; aquellas en que acepté cosas que no debía; cuando debí llorar y me guardé la tristeza en mi cueva solitaria.


Pero, ahora que lo pienso, el titubeo me está permitiendo decir todas estas cosas también.


El titubeo como una pequeña pausa que permite que alguna verdad entre por ella, por ese crack, ese huequito que deja entrar la luz (como dicta el poema de Leonard Cohen).

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