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Educación y democracia

Etty Kaufmann Kappari


Acaba de empezar el primer grado. La mayoría de estudiantes tiene 7 años. Las mesas y las sillas están en hileras, mirando hacia la pizarra. La maestra les va acomodando en orden de llegada. A Emma le toca atrás y lo que ve son un montón de cabezas y espaldas, caras no. Si a alguien le toca en primera fila y quiere ver quiénes están detrás, tiene que retorcer la cabeza lo más que puede y dejar de ver a la maestra. Una vez una compañera se volvió hacia atrás y eso enojó a la profe.


De manera disimulada, busca cabezas conocidas porque, la verdad es que se siente asustada y abandonada. A los 7 años no entiende de qué se trata la escuela. La maestra les dice que son la sección 1-B. Dice que solo se puede hablar si levantan la mano y ella les da la palabra. Que no se pueden levantar de la silla sin permiso. Que no pueden ir al baño sin autorización, que saquen el cuaderno, que copien, que repitan.


Cuando llega a la casa le pregunta a su mamá que si puede no ir a la escuela nunca más. Pero su mamá le dice que no puede faltar, que tiene que ir.


Al día siguiente, otra vez a clases. Le duele la panza de verdad, pero igual la mandan. Siempre le duele la panza cuando va a algo desconocido, y la escuela era para ella, un mundo extraño y obligatorio donde había que respetar las reglas sin saber por qué. Que se tenía que sentar en un sitio fijo y en silencio, mirando para adelante y haciendo lo que dice la maestra. Que la maestra a veces perdía el control y gritaba o les trataba con severidad. Un día incluso dio un golpe fuerte en su escritorio. Sonó durísimo, saltaron del susto.


Los castigos eran de todo tipo. “Que le bajo puntos por hablar cuando tiene que trabajar, que le bajo puntos por llegar tarde (aunque haya sido porque el papá se atrasó), que se va a la esquina, que copia 100 veces en una hoja el error que cometió. Que vaya para la dirección y le cuenta al director. Que les voy a poner más tarea”, decía la maestra. Todo era raro, incomprensible. También, un día amenazó con que no podrían ir al recreo.


Los recreos... Estaba el de 5, el de 10 y, por supuesto, el de 40 minutos. Correr, saltar, reír, decir, crear, inventar, crecer, cambiar, sentirse libres, casi siempre. Pero, a veces también sentía miedo en los recreos. Había un niño que era agresivo y la perseguía para levantarle la falda y reírse de ella. Pero, ¿a quién decirle? Todo se hacía más grande cuando se le contaba a algún profe o al papá o la mamá. O no le daban importancia...


Una vez le contó a la maestra y ella le dijo: “no le haga caso”. ¿Será que a la maestra le levantan la falda y no le molesta? ¿No hace caso? - pensaba Emma.


También le daba miedo cómo sus compañeros trataban a aquel niño al que le inventaron un nombre: Mandinga, nunca lo va a olvidar. No sabe por qué le decían así, pero cada vez que lo llamaban por el apodo, perseguía y pegaba al primero que agarraba. Eso le daba mucho miedo a Emma. ¿Se imagina que la agarrara a una? - decía. Luego aprendió que Mandinga es uno de los nombres que le han dado al diablo en algunos lugares de América Latina.


En fin, que ella tendría muchas cosas que contar sobre la escuela y sobre todo de primer grado. Pero eso fue hace mucho. Fue en 2005. Ahora las cosas deben ser muy diferentes, dice Emma. Ahora, seguro que ya no se sientan en hileras, que ya no castigan, que las niñas y los niños tienen espacios para expresar sus ideas y construir con las personas adultas. Seguro que sí, dice.


Pero no. El relato de Emma, que podría ser el suyo o el mío, tiene algo en común con quienes fueron a la escuela en el siglo XVIII. Cuatrocientos años y, aun hoy, se sientan en hileras, se les dicta la clase, se les exige que aprendan de memoria, que copien las pizarras. Los castigos y las obligaciones también están ahí en la institución educativa, cada vez más arraigados, cada vez más automáticos. Normas determinadas por las personas adultas generación tras generación, con modificaciones mínimas que sostienen formas de relación jerárquica y autocrática, lejana de la aspiración democrática instaurada con los derechos humanos.


Cada estudiante es regulado por una disciplina que se considera correcta, eficiente protectora de lo común y útil, nos dice Foucault en Vigilar y Castigar (2004, 146). Una escuela que no se piensa, que se repite, que se dicta.


Y, sin embargo, los derechos humanos, específicamente el 19 nos dice que: “Toda persona tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.


¿Hay libertad de expresión en las escuelas y en los colegios? ¿Se fomenta o se reprime? ¿Cuáles son los efectos de limitar el derecho a la libertad de expresión en los centros educativos? ¿Es que la violencia que el estudiantado está mostrando tiene sus raíces en el acallamiento de sus decires?


La filósofa Hannah Arendt insistió en que la violencia nace cuando lo que decimos no tiene valor para el otro.


Hablemos, escuchémonos, dialoguemos, discutamos, usemos el instrumento que nos hace humanos: la libre expresión a través de la palabra. Hagámoslo por nuestras niñas, niños y adolescentes. Hagámoslo porque es la única forma de construir democracia.


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